Capítulo I
Villa Florida
Aún recuerdo el momento en el
que abrí por primera vez la cancela de Villa Florida. Percibí el olor de las
rosas y los jazmines que luchaban por sobrevivir entre la maleza que bordeaba
el sendero del jardín. Era como si nunca
antes hubiera percibido esas fragancias. Recuerdo que miré a mi alrededor y,
aunque en una ocasión había estado allí, todo me pareció extrañamente distinto.
No recordaba que el jardín estuviera en tan mal estado; pero aún así, era
hermoso. Recuerdo que cerré los ojos y respiré hondo, intentando retener en mi
mente, y mi corazón, la sensación que en aquel momento se había apoderado de
mí. No sé cuánto tiempo estuve con los ojos cerrados; pero, al abrirlos de
nuevo, me di cuenta, por primera vez, de que aquel espacio que se abría ante
mis ojos era totalmente mío y sentí la necesidad de explorar aquel territorio
que ahora me pertenecía.
Cerré la cancela y caminé
despacio, mirando a un lado y a otro; más que admirando lo que veía,
comprobando que, para que el jardín pudiera considerarse jardín, había mucho
trabajo que hacer.
Atravesé el sendero que lleva a
la villa y, cuando llegué a la explanada que está delante de la casa, volví a
pararme para observarlo todo. La casa me pareció más grande de lo que recordaba
y, a diferencia del jardín, necesitaba menos arreglos. De hecho, sólo con
colocar en el porche una mesa y unas sillas de jardín y plantar unas flores
en las jardineras, era suficiente para que la casa se
reluciente. En aquel
momento decidí que iba a colgar en la viga de la derecha una de los helechos que me había regalado mi madre.
Entre la villa y el lugar en el
que me encontraba, hacia el centro de la explanada, había una fuente que en mi
visita anterior había pasado totalmente desapercibida, pues no recordaba
haberla visto en aquella ocasión. La fuente, que había vivido tiempos mejores,
no tenía ni una sola gota de agua y estaba llena de hojas secas y basura. En la
parte central de la pila de la fuente, un niño que hacía ya
bastante tiempo que
había dejado de orinar pedía a gritos una restauración, pues el paso del tiempo
lo había dejado con la nariz despuntada y sin tres dedos de la mano izquierda.
Me propuse que, justo después de arreglar la casa, arreglaría la fuente, pues
es deseaba que la música del agua acompañara el canto de los pájaros que
poblaban el jardín.
Había además en la explanada
cuatro bancos de piedra que estaban en perfecto estado y que hacían juego con
unas jardineras que se encontraban llenas de hierbas y matojos. Las
jardineras eran amplias y, en aquel
momento, no se me ocurrió qué podía plantar en ellas. Tras una de las
jardineras, donde la vegetación ya era espesa, una palmera de considerable
altura llamó mi atención, pues su tronco estaba cubierto casi en su totalidad
por una hiedra. Tan tupida estaba la hiedra que era imposible ver el tronco de
la palmera. Solo su parte más alta, donde amarillean los dátiles, se veía libre
del abrazo de la hiedra.
Seguí mirando a mi alrededor y,
por un momento, me abrumó saber que
todo aquel lugar que me rodeaba era mío.
Nunca tuve nada y, de la noche a la mañana, me había convertido en dueña y
señora de una villa y su jardín. Me gustó lo que veía, a pesar de que el jardín
estaba sumido el máximo de los abandonos. Había mucho que trabajar si quería
que mi nueva posesión adquiriese el esplendor que intuía que había tenido
antaño.
Seguía mirando, absorta, todo lo
que me rodeaba y descubrí entre la maleza un sendero estrecho, casi oculto por
los hierbajos que habían crecido a lo largo de varios años de abandono. A pesar
de la dificultad que suponía transitar por dicho sendero, lo atravesé despacio,
retirando con las manos las ramas que me impedían el paso. Al llegar al final,
se abrió ante mis ojos el más bello paisaje que podía imaginar. Aunque
sabía que mi villa daba a la playa,
nunca imaginé encontrar una alfombra de arena blanca tendida a mis pies y un
inmenso mar azul que llegaba apacible a la playa, en la que las olas rompían
con suavidad formando franja de espuma blanca en la orilla.
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