Capítulo
II
Paseando por la playa
Aquel día en la playa tuve la
impresión de haber llegado a un lugar en el que el tiempo se había detenido
hacía ya muchos años. La arena, fina y blanca, parecía no haber sido pisada
nunca. No había huellas de ningún tipo, como si ningún ser humano hubiese
puesto antes un pie en aquella playa.
Apenas di unos pasos y me paré en
seco. Volví la cabeza y, al ver mis huellas marcadas en la arena, me sentí como
cuando, siendo niña, pisaba por donde mi madre acababa de limpiar el suelo y yo
dejaba las huellas de mis zapatillas llenas de barro. Casi esperé el grito de
mi madre: “No pises ahí. No ves que dejas huellas”. Pero volví a mirar hacia el
frente y seguí caminando hasta llegar a la zona donde la arena empieza a estar
húmeda. Me senté en la arena, me quité los zapatos y remangué mi pantalón hasta
la rodilla y, a pesar de que sentía que la humedad de la arena estaba mojando
mi pantalón, permanecí sentada un largo rato, mirando, más bien escudriñando,
cada rincón de la playa, como queriendo retener en mi mente el paisaje que se
mostraba ante mí.
No sé cuánto tiempo pasé sentada
en la arena, pero cuando me puse de pie mi pantalón estaba totalmente mojado,
así que decidí caminar un rato por la orilla de la playa aprovechando los
tímidos rayos de sol que asomaban de vez en cuando por entre las nubes. Caminé
despacio, dejando que el agua mojara mis pies. El mar estaba en calma y las olas
que llegaban a la playa rompían tímidamente, ni siquiera tenían fuerza para que
se formara espuma. Llegué al extremo de la playa y, al girarme, vi las huellas
de mis últimas pisadas, las que el mar aún no había conseguido borrar. Volví
sobre mis pasos y seguí caminado hasta llegar al otro extremo de la playa,
donde me senté es unos riscos.
Desde allí, la playa parecía
distinta, más pequeña. Miré hacia el jardín y tuve la impresión de que, visto
desde la playa, la vegetación parecía más exuberante que mirando desde la calle
y me di cuenta de que se apreciaban mejor los árboles que poblaban el jardín.
Había varias palmeras muy altas, un drago, un pino y otros árboles de los que
no sabía el nombre. La casa quedaba casi totalmente oculta tras la vegetación,
sólo se veía una pequeña parte del tejado y la chimenea.
Allí, sentada en los riscos de la
playa, me sentía bien. El día estaba nublado, pero el sol luchaba por salir y,
ve vez en cuando lo conseguía. No hacía frío, el aire de los primeros días de
octubre era tibio y reconfortante. Es curioso, recuerdo perfectamente la
sensación de bienestar que me mantuvo allí sentada largo rato. Fue como, si por
un rato, se me hubiese olvidado que el objeto de mi visita a Villa Florida era
revisar el estado de la villa para tomar nota de lo que había que hacer para
tomar posesión lo antes posible; pero, si el paseo por el jardín me había
gustado, la playa me había encantado y me había atrapado.
Con muy pocas ganas, me levanté
dispuesta a encaminarme a la casa. La alfombra de arena blanca se mostraba otra
vez impoluta, mis huellas habían desaparecido. Un escalofrío recorrió mi
cuerpo. ¿Tan pronto había desaparecido la prueba de que había pasado por allí?
Recuerdo que pensé que aquello era una metáfora de la vida, que cuando te
mueres tu recuerdo poco a poco se borra como las huellas en la arena de la
playa. Pero no, no quería ponerme trascendental y estropear las buenas
sensaciones que había tenido a lo largo de todo el día; así que intenté
expulsar de mi mente esos pensamientos que llegaron de golpe para echar a
perder lo que estaba siendo un extraordinario día. El único modo de conseguirlo
era buscar un pensamiento positivo que ocupara el lugar del anterior. Y lo
conseguí:
HUELLAS
Caminando por la arena
mis huellas hasta la mar
se besaron con las olas:
¡Mis huellas ya no están!
¿Dónde se fueron mis huellas
que no las puedo encontrar?
¿Se las ha llevado el viento?
¿Quizás, la brisa del mar?
Quizás un pirata o corsario
de lejos las vio brillar,
creyéndolas un tesoro,
las ha venido a robar
.
Quizás sólo fue el agua,
que a la playa viene y va,
la que se llevó mis huellas
de la orilla de la mar.
Mirando la blanca espuma,
que a mis pies viene a jugar,
me pregunto si las huellas
en la mar saben nadar.
- No te preocupes- me dijo
una gaviota al pasar-
tus huellas no se han perdido,
las ha guardado la mar,
en un cofre de tesoros,
con perlas, espuma y sal.
Nadie se llevó mis huellas,
son un tesoro del mar
guardadas en aquel cofre
de riquezas sin igual:
hay peces de mil colores,
espuma blanca y sal;
burbujas, esponjas, perlas,
conchas y estrellas de mar;
medusas muy elegantes,
verdes algas y coral;
caracolas, calamares
y caballitos de mar;
dorada y fina arena
y miles de cosas más.
Ya mis huellas no busco,
ya no las quiero encontrar,
ahora quiero que sean
un tesoro de la mar.